Siempre pensé que la amistad es más incomprensible que el amor, sentimientos en donde el universo es ajeno pero hay algo que está ahí, y no se va, como morderse los labios de manera inconsciente.
¿Tiene que ver con la infancia? ¿Hay amigos luego de los 12 años? ¿Tiene que ver con los procesos, no hay otros amigos que los del viaje, del trabajo, los de la colimba, los amigos pasajeros con los que quedaste varado en otro país, en una catástrofe, en un terremoto?
¿Dónde están los amigos? ¿En una reunión en una pizzería, en un esquivo espacio de los recuerdos cuando eras indefenso y débil?
En Perdidos en lanoche, (Midnight Cowboy, John Schlesinger, 1969) John Voight no abandonará a Rico, el buscavidas que lo intentó a estafar, cuidándolo en el último sueño de un viaje hacia el sol que no cumplirá. Acaso, entiendo yo, que he sido tan mal amigo, que no hay mejor don que ése que dar la vida por los amigos, como en El Té del Harem deArquímedes (Mehdi Charef, 1984), en el cual es preferible parar un patrullero como se para un taxi que dejar al amigo solo en la cárcel mientras uno disfruta del sol. Después de todo, la amistad a lo mejor es un descubrimiento de lo que somos y de hasta dónde podemos. Como en Cuenta Conmigo (Stand by me, Rob Reiner, 1986 basado en la obra de Stephen King), en dónde unos pibes de 12 se internan en el bosque y en lo desconocido, el horror y lo sorprendente y muchos años luego, uno recuerda. Como recuerdo ahora a los que no están y por pudor no nombraré.
Una amiga le dijo a otra persona que cuando mi madre murió perdió a una amiga. Acaso la amistad es eso, pequeñas relaciones suspendidas en el aire del tiempo.
En donde el otro se resiste a irse, y está por ahí, dando vueltas, aunque no lo veas.
Como el fracasado cowboy gigoló en la última fila del micro que escapa a Miami desde el frío y que el conductor no detiene aunque lleve a alguien, un mendigo muerto y John Voight se sienta al lado de Dustin Hoffman, cuidándolo, como se cuida al cuerpo de un amigo. Como los inmigrantes que salen de la miseria y de la explotación, y lo único de real valor que tienen es eso, algo inexplicable como sentimiento, como los niños que se sostienen ante el peligro antes de ser adultos en un irrepetible espíritu. Algo imposible de abandonar aunque hayas huido hacia otro sitio, pese al tiempo y a tu traición o cobardía, y a los cambios de coche, de trabajo, de pareja, de ciudad o de vida.
Como la gatas de mi madre, que cuando abro la puerta para que coman se esconden en las alacenas de la cocina, con uñas y dientes, a esperar a su amiga, que no volverá nunca.
Roberto Camarra
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