El
Peluquero de mi Padre
Creo
que traté de buscarlo, aunque me era incómodo y a trasmano y pese a que no me
gusta regresar a Santos Lugares, al saber que a lo mejor ya no lo iba a
encontrar más, luego de que lo echaran del local del sindicato ferroviario, el
último lugar que le quedara y en donde atendiera tantos años.
(Creo que lo echaron porque claro, la gente se
cansa de la gente y no hay nadie que se apiade de nadie, ni aún con las
personas que conocés desde hace 20 años, aunque te cuiden el lugar y te barran
el patio, y a los que en un instante y luego de 20 años, dejás sin trabajo,
dejás sin casa, siendo su casa y su trabajo, una piecita en una vieja casa de
sindicato ferroviario. Tal vez, en los tiempos de mi abuelo, que trabajaba en
los trenes de Perón, que siempre llevó dentro de sí una bala desde que era de
los gansos, como llamaba a los politiqueros conservadores en Mendoza, esto no
hubiese pasado porque esas cosas no se hacían, porque podías ser un ferroviario
y tener una bala en tu cuerpo y la policía podía hacerte dormir en una celda acusándote
de borracho solamente porque tomabas unas copitas en el almacén de la calle
Ameghino, y la policía entonces era la policía como lo es ahora, pero nunca un
pobre hubiese traicionado a otro pobre, porque ahora que lo pienso, son los
aires de los tiempos, faltos de piedad, de cualquier tipo de piedad, y la falta
de piedad se justifica siempre en beneficio propio y de alguna manera, como una
necesidad de los tiempos).
(Como
ayer que ví en lo que era la central de oficinas del ferrocarril Buenos Aires
al Pacífico y hoy y desde Menem es un Centro Comercial, al decrépito
sindicalista ferroviario que votó siempre en una y otra dirección de acuerdo a
cómo viniera el viento de cola y hoy viste sus trajes europeos con otros tipos
volcados en el bar lujoso del primer piso de Av Córdoba. Será porque y desde
hace bastante aquí es dónde los que quieren permanecer gerencian como Almeyda,
y los que quieren estar allá arriba, no tienen piedad, como Passarella).
Entonces,
supongo que lo busqué porque no me olvido que le cortaba a mi padre el poco
cabello que le quedaba en su calva lastimada, en otro local anterior que
abandonó cuando no podía con el alquiler. El pequeño frente vidriado recibía la
luz roja del atardecer de la av Rodríguez Peña que daba en unas cortinas azules
y provocaba un clima de penumbra cálida que era demasiado hermoso hasta para
ser fotografiado, mientras en la radio sonaban unos tangos de una radio zonal.
Yo
digo que es el sentido de los tiempos que está en el aire.
Tal
vez a mi padre lo maté yo, como todos matamos a los que queremos, pero quiero
creer que lo mató la época de Menem, como mató a tantos, que no tuvieron ni
corazón ni cuerpo que tolerara el espanto que vuelve recubierto de enfermedad y
aunque murieran mucho tiempo después, ya habían muerto hace rato, todos los que
no pudieron entender el sentido de los tiempos que está en el aire.
Como
el guardia de Luces del Atardecer de
Aki Kaurismäki, una película que
empieza con un tango, y termina con un tango, en el que al protagonista, Koistinen, un solitario guardia de
seguridad nocturno de un centro comercial, al que no invitan ni a un trago sus
compañeros guardias en la fría y oscura noche finlandesa. El tipo que es
despreciado, es golpeado y muerto y engañado y va a la cárcel porque no puede
delatar a quien lo traiciona, solamente porque esa mujer una vez, una vez, en
el medio del frío se fijó en él.
Así
que mi padre y los demás, quizás murieron antes que ceder al sentido de los
tiempos, y por eso busco al peluquero, que vio a mi padre al que ya no veo, y porque
al verlo, veo a mi padre sentado en el viejo sillón de peluquero, y veo cuando
le cortaba el pelo en la época en la que ya no podía levantarse de la silla y
había que cortarle ahí en la otra silla, la de ruedas; el peluquero le
arreglaba la barba y el poco cabello y con dedicación atenta y concentrada lo
afeitaba con una navaja y espuma, la sensación del agua tibia y la mano experta
que hacía lo que pocos se atreverían al acicalar las heridas de la piel de un
rostro enfermo.
Lo busco, aunque como previene mi otro peluquero amigo de Palermo al que le hice unas fotos, ese corte que el peluquero de mi padre me haga cuando lo encuentre y me siente en el sillón metálico de viejo peluquero, me detendrá en el tiempo, porque será un corte antiguo, al rape, y pareceré viejo. A lo mejor es que ya soy viejo y las cosas que se perdieron se perdieron para siempre.
Lo busco, aunque como previene mi otro peluquero amigo de Palermo al que le hice unas fotos, ese corte que el peluquero de mi padre me haga cuando lo encuentre y me siente en el sillón metálico de viejo peluquero, me detendrá en el tiempo, porque será un corte antiguo, al rape, y pareceré viejo. A lo mejor es que ya soy viejo y las cosas que se perdieron se perdieron para siempre.
O por
eso mismo voy a hacerme ese corte antiguo con el peluquero de mi padre, y lo
busco por las calles de barrio que tiene cada vez más departamentos en
construcción que tapan el sol y las veredas de Santos Lugares ya no son tan limpias,
y entonces lo encuentro.
Ahora
su local está al lado de un viejo bar de viejos de barrio, de esos con mesas de
fórmica y barra torcida con galletitas sospechosas y manteles de hule y lámpara
azul mata moscas y televisor de señal pobre; pero la peluquería queda al lado,
y es una puerta cerrada de madera y vidrio y cortinita con encaje al lado y
luego un pasillo y eso es todo: la peluquería es un pasillo angosto y pequeño y
atrás de otra cortina el peluquero vive y duerme, en el pasillo, tan estrecho
que no podemos más que estar en fila para darnos la mano, y el peluquero vive
con una perrita vieja que ladra y al segundo ladrido se cansa de ladrar.
El
peluquero recibe un sándwich de milanesa por almuerzo y me dice que pase cuando
quiera a cortarme, que el vive ahí, y está siempre, salvo cuando va a bailar
tango o cuando visita a su madre los domingos y cierra la puerta para que la
municipalidad no lo persiga a él, que vive en un pasillo con una perrita vieja
que ladra y se cansa y que atrás de una cortina tiene todo lo que tiene, lo que
me da un poco de pudor, vergüenza y furia. Ver al peluquero es ver a alguien
que atendió a mi padre al final, cuando todo lo que quedaba de mi padre era
unos ojos sorprendidos y tristes en un cuerpo que no le obedecía ni le
pertenecía y una sonrisa infantil que le
brillaba cuando le bromeaba con chistes de humor muy negro.
En Luces del Atardecer, lo que queda de Koistinen luego del derrube es su mano
temblando, lo único vivo que queda de Koistinen,
de su cuerpo devastado en un rincón del puerto, cuando los mafiosos le dan la
golpiza final y lo dejan moribundo por las dudas que los delate, y es la
vendedora de panchos la que aparece para tomarle la mano, la que estira su mano
para tratar de sostenerlo, de despertarlo, para que no muera: su amiga, que
desprecia al desprecio porque lo único que quiere es que Koistinen continúe
viviendo. La película comienza y termina con un tango, como los que baila el
peluquero bailarín, supongo. Como los que silba entre dientes cuando corta el
pelo.
-
Pasá cuando quieras, fiera – me dice. – Vivo acá.
Recuerdo que tiempo atrás y cuando la tragedia
pasó por la casa de una amiga ella decidió que ya no había que regar las
plantas, que era una traición regarlas y que crecieran si la persona que las
cuidaba a diario ya no volvería para verlas.
Así
que vuelvo a saludar al peluquero. Su corte al rape y su cráneo prominente y
sin cuello, su tez oscura, un dibujo de Molina Campos su peluquería y casa en
un pasillo oscuro. Le sostengo la mano. Como Koistinen.
Me voy por la Avenida , en una tarde de
sol en los suburbios. Los negocios cerraron y algunos perros duermen al calor
de la siesta. Pero yo pienso en el agua tibia, pienso que alguna vez desearé la
espuma y el agua tibia y alguien que se ocupe de mi rostro cuando no pueda con
mis manos.
Roberto
Camarra, 9 de julio de 2012, día de la independencia en Argentina.
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