Ahora un hombre se desploma en la hora pico, solo, en un subte atestado. Ahora un hombre va de regreso a su casa, y las ambulancias no llegan y los inspectores firman las actas para certificar que inspeccionaron correctamente lo que determinará que la responsabilidad es del que muere y entonces cada uno dirá que hizo lo suficiente. Ahora estamos ahí rodeados de otros y es un mal momento para irnos, con la cobardía transpirándonos, y estamos todos solos tan solos como todos los que viajan juntos a la hora de la tarde en los que los subtes parten atestados y llenos de desconocidos, de carteristas, de guardias que cazan pokemónes, de hastío, de protocolos vencidos. Todos somos el tonto de otro, dice Orson, en La Dama de Shangai (1), cuando escapa de los tiburones que se comen entre ellos al oler la sangre, y el plateado tiburón de Rita se arrastra entre los cristales rotos de los espejos, que son como de costumbre, deformados efectos invencibles de lo que nos creemos. Hasta que estallan. En Tarde de Perros (2), de Lumet, el acto en cuestión escapa de la representación habitual, porque los bandoleros suicidan cualquier posibilidad por amor, leales hasta el espanto. Sabe Pacino que matarán al amigo? Lo sabe antes y espera el final porque ya está, perderá siempre el más irreversible, el que dictaminemos que no tiene cura? A quién le importa un loco, alguien que gesticula en la calle, un hambriento, un desesperado, alguien fiel hasta el crimen, alguien que trabaja y vuelve a la casa y en la hora pico, muere? En cowboy de medianoche (3), el vaquero quedará cuidando el sueño del amigo ratero que ya no despertará, el sueño marginal de un universo ilimitado de cuerpos sanos y lujos imposibles. De sueños privados por los dueños del dolor que cambian modales para ser exquisitamente crueles. Pero prefiero pensar así, aunque nunca alcancemos la ciudad a la que vamos, como el Santo Bebedor (4) no llega a saber que atrás del cruce de la calle puede devolver la ofrenda a la Piccola Teresa. Prefiero pensar en que me suspenderé sin darme cuenta y que habrá una multitud de cabezas que asoman en los asientos que me dan la espalda. Sentado al final del micro mientras la ruta suspende toda espera. Y dormiré de a poco en un ómnibus mientras alguien cuida mi sueño sin palabras, en el micro que avanza en el sopor de un verano cercano como si fuera por una ruta de agua. Alguien que me cuide en un viaje sin paradas mientras duermo la transpiración de una camisa hawaiana, en la humedad de los pasajeros oscuros que van a una ciudad de playas que no verán. Alguien que me cuide cuando sepa que no despertaré ni aunque sienta la tristeza del calor en su camisa de cowboy sin caballos. (R. C., septiembre de 2016. A mis amigas, que antes que nada, pensaron en cuidarme).
La Leggenda del Santo Bevitore, (Italia, 1988).Dirigida por Ermanno Olmi. Con Rutger Hauer, sobre la novela de Joseph Roth.
Fotograma de My Own Private Idaho, (USA, 1991). Dirigida por Gus Van Sant.
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