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Huevo


Me dicen que lo arroje del balcón y que si no tengo valor, que al menos lo toque, que entonces lo abandonará. Pero no tengo ánimo para deshacerme del huevo que viene a empollar en mi ventana interior, una paloma, en una de esas ventanas que no dan más que a cavernas grises y manchadas, cubiertas del óxido de lo que ocultamos. Son plaga me dicen, traen enfermedades, pero veo al huevo tan pequeño en una maceta con barro y una planta seca, que trato de no molestar a la madre que mira con los ojos apalomados de sorpresa, los mismos ojos con lo que ví que buscaba casa, con su palomo marido, una tarde de sol en la pequeña cornisa de la ventana de rejas de al lado de mi cama, cuando elegían las macetas de casita para el huevo.

Antes había ido a ver a las pequeños cuerpos y a las gigantes escenas funerarias de los hombres mexicanos en el barrio de la Boca. Parecían gritar, y reírse, y agitarse desde las vitrinas mexicanamente vivas. Pequeños cuerpos con la laceración como belleza en los cráneos y en los dientes. Pequeñas bocas circulares sorprendidas por la muerte con los ojos en medialuna. Parecían burlarse de nosotros y saberlo todo. Casi mil años antes de Jesús el Cristo. Nos miran desde lo que vendrá, como si dejaran escrita la tristeza del porvenir.

Al regreso nos desviamos, con una amiga, por la empalizada de los corsos en las costanera. La noche anterior el 60 me había abandonado por el rodeo de las vallas, a la puerta de una librería muy angosta en donde los tomos amontonados en estanterías altísimas parecen caerse en la cabeza de los que los ojean. Ahí compré, con lo que me quedaba de dinero, un libro de letras de Tango por 30 pesos y uno de fútbol de Carlos Peucelle, el que soñó la Máquina de River.

Peucelle escribe: “todo es momento”.

Ahora es tarde de carnaval y martes. De regreso de los dioses zoomórficos, por la Avenida Corrientes, escarabajos diminutos yacen muertos de a miles en la veredas. Mi amiga insiste con las plagas, en este caso las divinas. Y pienso en el crucero que viene de Montevideo y trae un muerto o al menos el recuerdo de uno. Qué harán los pasajeros en las fiestas? La banda seguirá tocando?

Llego a mi casa y como las cosas, los objetos, las facturas, las cosas que he comprado, las inútiles, las que nunca usaré, las que no tengo, se salen de los cajones y se desparraman por el piso y las sillas me voy a dormir. Antes leo un cuento de Juan Villoro. El libro se llama Los Culpables. Villoro habla de un mariachi que está agotado de ser mariachi y de usar sombreros mejicanos. El protagonista sueña que maneja una Ferrari y atropella sombreros de charros hasta dejarlos lisitos, lisitos. Extraña a la madre que ha muerto cuando él era chico, así que tiene romances con mujeres de pelo blanco. En el libro de tangos decía que la última palabra de Agustín Magaldi en el hospital fue mamá.

Sueño, pero sueño que tomo en la costa colectivos que van por la ruta junto al mar al otro lado de lo que busco y cuando bajo y quiero tomar otro acabo siempre en la otra dirección.

Sueño, pero los muertos no vienen a despedirse porque supongo, no hago nada de lo que esperaban y se avergüenzan pero yo los sigo extrañando. Cuando despierto tengo una sensación incómoda. Es feriado pero algo me ahoga y me doy cuenta que toda la furia que no me abandona, toda esa ira maleducada, no es más que una tristeza fiel como un perro que perdió a su dueño y te sigue por la calle.

Todo es momento.

Me levanto y corro a escribir y cuando alcanzo el teclado veo que no tengo manos. Aún no sé si todavía es sueño, así que me apresuro a escribir con los dientes, antes que no exista Corega o fijador dental que sostenga las palabras.


Febrero de 2012

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