Me dicen que lo arroje del balcón y que si no tengo valor, que al menos lo toque, que entonces lo abandonará. Pero no tengo ánimo para deshacerme del huevo que viene a empollar en mi ventana interior, una paloma, en una de esas ventanas que no dan más que a cavernas grises y manchadas, cubiertas del óxido de lo que ocultamos. Son plaga me dicen, traen enfermedades, pero veo al huevo tan pequeño en una maceta con barro y una planta seca, que trato de no molestar a la madre que mira con los ojos apalomados de sorpresa, los mismos ojos con lo que ví que buscaba casa, con su palomo marido, una tarde de sol en la pequeña cornisa de la ventana de rejas de al lado de mi cama, cuando elegían las macetas de casita para el huevo. Antes había ido a ver a las pequeños cuerpos y a las gigantes escenas funerarias de los hombres mexicanos en el barrio de la Boca. Parecían gritar, y reírse, y agitarse desde las vitrinas mexicanamente vivas. Pequeños cuerpos con la laceración como belleza en los cráne...