De la infancia recuerdo dos regalos. Uno era un rotulador que ansiaba con capricho porque creía que podía colocar las letras en las superficies de las cosas y porque lo había visto en la televisión y era útil y elegante y mágico en sus aplicaciones y porque las publicidades traducen la idea de la felicidad en un objeto que tus padres puedan pagar en algún momento. Cualquier pregunta del por qué del deseo del rotulador que tenía una cinta que pegaba las letras en los cuadernos no hubiera podido ser satisfecha. Un objeto del deseo que provoca la publicidad, algo inalcanzable para mí por el precio y que al recibirlo en un cumpleaños, supe casi tardíamente, conmovido porque de alguna manera mi madre o mi abuela o ambas habían satisfecho el capricho, que era fútil y pasajero como casi todas las cosas que poseemos. El otro regalo que recuerdo que recibí también en los primeros grados de la primaria y que me hizo llorar pensando que no lo merecía, fue un cachorrito mestizo, un perrito qu...